Ida sin vuelta
Era de noche y Apolo no lograba reconciliarse con el sueño. Su mente era un revoltijo de enigmas y preguntas sin respuestas. Daba vueltas, inquieto, en la cama hasta que una voz enfurecida retumbó en su cabeza.
-¿Ya no te interesa la guerra?-
Apolo sintió que su corazón se paralizaba. Supuso que era producto del cansancio.
-No, no soy producto de tu cansancio.- respondió la voz al pensamiento del joven.
Entonces un hombre musculoso, con armadura griega completamente negra se apareció frente a Apolo. Era alto, su piel era morena y sus ojos eran de rojo sangre. Respiraba profunda y lentamente. Se acercó al joven y lo miró fijo.
-Yo, pequeño mortal, soy el señor de las guerras, el único y poderoso Ares.- susurró con orgullo.
Apolo se quedó helado, se sentía diminuto frente al dios. Involuntariamente sintió deseos muy fuertes de asesinar lo que sea. La presencia de Ares era insoportable ya que este emanaba una hedionda fragancia a muerte y sangre.
-¿Qué quieres?- preguntó asustado Apolo.
-Es simple.- dijo riendo el dios.- Tendré que elegir entre dos opciones. O te asesino rápidamente, o te cumplo un deseo.- y luego estalló en una ruidosa risa.
Apolo miró a sus compañeros, extrañado de que no se despierten por el ruidoso dios.
-No, estos no me escuchan. Solo tú, porque yo así lo deseo.- respondió Ares- En fin, te quitaré del medio.-
-¿Por qué?- preguntó Apolo con falsa tranquilidad.
-¡Porque te odio!- dijo Ares riendo nuevamente.- Me das vergüenza.-
-Ya… como si fuese suficiente motivo.- le dijo Apolo.
Al dios le brillaron los ojos de pura rabia. Gruñó como un perro rabioso.
-Espero que disfrutes tomar sol, ¡Infeliz!- entonces el dios chasqueó los dedos.
Apolo sintió un retorcijón en el estómago. Sintió dar vueltas en el aire. Pensó que iba a morir y cerró los ojos. Cuando los abrió, finalmente, estaba acostado en el medio de dunas.
-¿Dónde estoy?- se preguntó el joven.
Se revisó y notó que llevaba unos simples pantalones y una pechera de cuero. Su preciado arco había quedado en el cuartel. Supuso que el dios de la guerra deseaba matarlo lentamente. Algo dentro de él lo impulsaba a deambular entre la arena. Así lo hizo por horas. Caminó bajo un cielo estrellado, iluminado por la luna que brillaba tenuemente. Iba entre las enormes dunas de arena, pero se sentía perdido entre estas ya que eran iguales unas con otras. Se arrodilló, rendido y comenzó a rezar en voz alta.
-Se que existen, dioses. Algunos no me quieren. Pero si uno de ustedes pudiese ser un poco más comprensivo, ayúdeme. Una señal, por favor.-
Entonces la luna brilló con fuerza y un destello plateado surcó el cielo. Una y otra vez hasta que finalmente Apolo comprendió la señal. Siguió los destellos para encontrarse con una doncella con el cabello de oscuro castaño, tez pálida y con ojos de color gris tormenta. Vestía una toga griega muy limpia y blanca.
-Hola, querido.- le dijo a Apolo muy tiernamente.
-Ho…la.- dijo torpe ante ella.- ¿Quién es usted?-
-Soy la diosa de la sabiduría, Atenea.- respondió con una reverencia. Apolo la imitó.
-Mi señora, ¿Acaso sabe dónde estamos?- preguntó tímido.
-Claro, mi niño, estamos en las tierras sin lluvia. Egipto.- respondió la diosa, un poco ofendida por la pregunta.
Apolo bajó la mirada avergonzado.
-No voy a enviarte a ningún lado, solo vine a darte mi ayuda y pedirte un favor.- dijo la diosa.
-¿Qué necesita un dios de un mortal?- dijo gracioso Apolo.
Un trueno iluminó el cielo.
-Los dioses egipcios se enfurecen con mi divina intervención.- susurró Atenea.- Seré breve. Esparta asediara mi ciudad amada, Atenas y ¡No puedo permitir tal atrocidad! Ares jugará sucio, pero yo seré más sabia.- los ojos de la diosa brillaron emocionados.- Tú dirigirás mi ejercito.-
Apolo dudaba. Estaba atónito y nada encajaba. Un dios lo envía al desierto, luego la diosa de la sabiduría le pide dirigir el ejército. Era tentador, el odio que le tenía a Ares era excusa suficiente.
-No creo que sea prudente, mi señora. Esparta es mi ciudad natal.- respondió el joven.
La diosa rió, pero en su interior estaba enfureciéndose.
-Tu ciudad natal, claro, claro…- susurró la diosa para sí misma.
Luego, con agraciados movimientos, se acercó a Apolo para besarle la frente. Éste sintió que su cráneo se achicaba al tiempo que su cerebro crecía. Se tomó la cabeza entre las manos por si llegaba a estallarle.
-Te daré el mejor regalo de todos. La sabiduría.- le dijo sonriendo.
Finalmente la diosa desapareció con una suave brisa. Apolo miró al cielo.
-Gracias.- susurró.
Regresó a deambular entre las dunas, solo y confundido. ¿Por qué Atenea le había dicho eso? Él había sido criado en Esparta, de eso estaba seguro. Intentó recordar su infancia, pero no lo lograba. Todo era borroso y sin sentido. Apolo sentía que su cabeza le iba a estallar. Su visión se nubló y cayó a la arena.
Ahora Apolo se encontraba de pie en una muy pequeña casa de mármol gris. Las paredes estaban rajadas y descuidadas. En el medio de la sala, una mesa para cuatro pero solo había tres sillas. El mismo niño de la otra vez iba correteando de un lado para el otro, con la expresión del rostro preocupada. Una mujer de hermosa figura entró a la pequeña sala. Era de pelo rubio y ojos marrones. Delgada y menuda. Llevaba dos platos con escasa comida en sus manos. Los dejó en la mesa y llamó al niño.
-Ven, hijo mío, es hora de comer.-
El niño revoloteó alrededor de la madre. Parecía feliz ahora y se sentó. Devoró su comida en silencio.
-¿Dónde está papá?- preguntó el niño cuando se limpió los restos de los labios con su mano.
-No lo sé.- respondió la madre, con la voz quebrada.
Luego un guardia iba gritando entre las calles.
-¡Llegaron! Todos a los refugios. Repito, todos a los refugios.- ordenó.
El niño y la madre se miraron asustados. Incluso Apolo sintió miedo e intentó preguntar donde estaban pero la voz no le salía.
La visión se le nubló de nuevo. Cuando la recuperó lo primero que vio fue el rostro de una joven muchacha.
-Era hora.- dijo, suspirando agotada.- Sueño pesado, ¿eh?- luego rió.