Capítulo V
Pesadilla
Los recuerdos entremezclados del combate poblaban los sueños del joven conjurador, quién se removía inquieto. Alrededor del fuego, dos individuos lo observaban mientras vigilaban y aguardaban las primeras luces del alba.
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¿No deberíamos despertarlo?
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No, dejalo revivir la batalla. Es lo mejor para él... y para nosotros…
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Se veía a sí mismo caminando temeroso en la extraña tierra más allá de la muralla. Su marcha no fue interrumpida por nadie, aunque no muy lejos unos ojos vigilantes lo espiaban atentamente. Arribó finalmente al Pilar de Resurrección del Mercado, donde una gran multitud se aglomeraba.
Por un instante pensó que la guerra había llegado hasta allí, a causa de la presencia de tanta gente, pero al preguntarle a un cazador descubrió que era un día normal y que, de hecho, el mercado estaba inusualmente tranquilo. La gente, de pie o sentada, conversaba y comerciaba, dejando de lado el conflicto en el cual los tres reinos se envolvían desde tiempos inmemoriales.
El conjurador hizo una reverencia ante el Pilar y con su mano derecha tomó una pequeña daga por el filo, cortándose levemente. Apoyó dicha mano en el monumento y susurró unas palabras arcanas bien conocidas por cada individuo del reino. La sangre salpicó la columna y se desvaneció como tragada por el mármol.
Ya estaba hecho.
Ahora, cuando se encontrara a las puertas de la muerte, si su voluntad estaba lo suficientemente sujeta a la vida, podría retornar a ella apareciéndose en dicho pilar bendecido por los dioses. Había oído que los poderosos mazos de Alsius o los diestros conjuros de Ignis solían en ocasiones ser tan poderosos que la muerte era ineludible para aquellos a quienes les atinaban.
Con un escalofrío y decidido a no pensar en eso, lanzó una breve restauración en su mano para que cicatrizara y se dirigió con temor e incertidumbre en dirección a los mercaderes.
Una mano pesada se posó sobre su hombro. Un temblor recorrió su espalda y su cuerpo se encogió, como para recibir un golpe, mientras echaba una mirada por encima de su hombro. Una mole de acero le devolvió la mirada, con las cejas enarcadas ante su reacción de temor.
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Hola Tuor.
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Darith… pensé que eras uno de… no importa. ¿Qué hacemos? – Terminó por preguntar, recriminándose el pensar que allí podría haber ignitas o alsirios. La paranoia por ser atacado lo había asaltado desde que había traspuesto la Gran Muralla.
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No te preocupes, veni, vamos a Herbred que Alsius lo capturó hace un buen rato.
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¿Y todos ellos? – inquirió, agitando la mano en un arco, refiriéndose a aquellos que estaban allí quietos en el Mercado.
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Dejalos, se pasan la vida acá mientras el reino peligra. Les importan ellos y sus cosas nada más. Vení, vamos.
Dicho esto ambos comenzaron a correr, en dirección noreste, detrás de los puestos de mercaderes que tan irónicamente le daban la espalda a la guerra, se dijo el conjurador para sí. Ascendieron una colina y luego descendieron por el otro lado, bajando la pendiente y observando a lo lejos una imponente estructura edificada por los elfos.
Banderas de tonalidad albiceleste ondeaban desafiantes en la torre central del fuerte, mientras una enorme multitud se reunía en torno. Los gritos de guerra y los aullidos de los moribundos, sumados al entrechocar de las armas y al olor de sudor y sangre fueron el primer golpe a la cruda realidad para Tuor.
Apretando los dientes, aceleró el paso y lanzó un conjuro de vitalidad sobre un cazador que estaba próximo a desfallecer. Darith lo rebasó en la carrera y alzó su espada, con la cual de un ágil golpe hendió el yelmo de un bárbaro enano. Las huestes, al ver llegar al bravo caballero, lanzaron gritos de victoria y aumentaron su ataque sobre la férrea voluntad de Alsius.
Tuor se quedó cerca de Darith, curando como podía a los que estaban a su alrededor. Las arcanas palabras llegaban confusas y desordenadas a su mente. No recordaba si debía pronunciar la última sílaba de la primera palabra con acento o si era la primera sílaba de la última palabra.
Estaba hecho un galimatías, sin poder creer lo que vivía a su alrededor. Nada lo había preparado para esto, nada ni nadie.
El sonido de madera resquebrajándose pobló el aire, secundado por gritos de guerra y a lo lejos un cuerno resonó, indicando avanzar. Las huestes syrtenses traspusieron la puerta destruida e ingresaron al capturado Fuerte Herbred como una jauría de lobos, dispuestos a recapturarlo a cualquier precio.
Tuor ingresó y se encontró con un fiero combate en un espacio reducido. Logró evadir una flecha dirigida a él por un hábil tirador, y luego su barrera mágica lo protegió del golpe de una maza de acero. La segunda facción del ejército syrtense ingresó en el fuerte entonces, acabando con el resto de los habitantes de las heladas tierras del norte.
La batalla terminó cuando Darith decapitó al último de los alsirios. Los guardias comenzaron a izar nuevamente la bandera esmeralda… y entonces todo cambió. Los cadáveres de los alsirios revivieron de la nada y asesinaron en un visto y no visto a todos los syrtenses. Tuor quedó solo, y retrocedió, aterrado.
Los muertos de su propio reino se pusieron en pie de la misma manera, y lo atacaron con una singular sed de sangre en sus ojos. Tuor, herido de muerte, cayó de rodillas y miró a su alrededor preguntándose cómo y por qué.
Fue entonces cuando los vio. Vio a su hermano allí, con el arco presto, reprochándole el no haberlo ayudado tanto tiempo atrás. Vio a Moz, el pregonero de Korsum, acusándolo de no haberle salvado la vida. Vio a Naim, gritándole por no haber mantenido las protecciones íntegras. Su último pensamiento antes de que miles de armas atravesaran su cuerpo fue de remordimiento.
* * *
Tuor despertó con un grito. Miró a su alrededor esperando encontrar sangre y destrucción, pero únicamente vio las humeantes cenizas de una fogata apagada recientemente. El campamento syrtense se estaba preparando para la batalla. La luz del sol asomaba a lo lejos, desterrando la noche.
Habían acampado en lo que un brujo había denominado “Límite”, un nombre acorde para el sitio donde se unían el desierto y la pradera. Luego de recuperar el fuerte Herbred, las huestes habían enfilado hacia el fortificado bastión ignita, Samal.
Alejando sus pesadillas, Tuor intentó convencerse de que aquella última visión de los cadáveres resucitando no había sido real. Poniéndose de pie, observó el alba con incertidumbre. Aquel era un amanecer donde muchos perderían la vida. Un amanecer de espadas, escudos y arcos destrozados. Un amanecer rojo, de sangre y muerte.