Prólogo
Las hojas marchitas del otoño eterno caían en las inmediaciones del Lago de Arvanna aquella tarde, con un suave movimiento ondular. El viento las arremolinaba en pequeños cúmulos, impulsando algunas sobre el lago de aguas cristalinas y pavimentando la hierba con un abanico rojizo y dorado.
Una Avispa Dorada atravesaba con inquietud el campo abierto, intentando llegar a la relativa seguridad de los árboles cercanos en un intento por escapar de su predador. Detrás, un arquero semielfo ascendió sobre una roca, extendió su arco y una flecha, certera y letal, atravesó de punta a punta a la pobre avispa.
El individuo se aproximó a obtener su premio, aquellas alas tan preciadas por las que los alquimistas de la cercana ciudad de Dohsim seguramente pagarían una buena suma. En ese momento se detuvo y alzó la cabeza, alarmado. Los elfos son unas criaturas con una sensibilidad especial para con su entorno, muy afines a los movimientos de la naturaleza y a los cambios en ella. Y si bien aquel arquero no podía ver nada extraño a su alrededor, un terror inexorable se iba apoderando lentamente de su ser.
El viento se detuvo, las hojas dejaron de caer. Los animales callaron e incluso pareció como si los propios rayos del sol se detuvieran durante unos segundos. La calma que precede a la tormenta. El arquero tomó su arco y lo extendió en posición defensiva, apuntando al norte, luego al sur, buscando la fuente de aquel sentimiento sobrenatural en el ambiente.
Súbitamente lo encontró. El lago. La isla con aquella edificación derruida tanto tiempo atrás producía aquella sensación, el arquero lo supo entonces con una certeza pura, provista por el temor. Las nubes se arremolinaron rápidamente y lo que minutos antes era un cielo calmo y esponjoso ahora era un abismo de negrura y oscuros presagios.
Un relámpago cayó sobre el cadáver de la avispa, evaporando sus restos al instante. El arquero se encogió al sentir la proximidad de un poder tan inmenso como terrible, y arrojó una flecha inútilmente hacia la isla. La torre que se elevaba en el centro del lago crujió, como el retumbar de un trueno, y grandes piedras comenzaron a caer a su alrededor, aplastando gárgolas y otros seres que allí se encontraban. Las bestias y animales del bosque comenzaron a huir a los cuatro vientos, intentando alejarse del lago el cual comenzaba a burbujear amenazadoramente. El viento se alzó entonces, furioso, arrastrando las hojas lejos de Arvanna.
Cerca del semielfo apareció un fogonazo carmesí, y una figura semejante a un gran espectro escarlata hizo su aparición. El arquero ahogó un grito, observando al poderoso Guardián del Pendiente del Fuego avanzar en dirección al lago en actitud belicosa. Jamás en toda su vida había oído que uno de los cuatro legendarios guardianes abandonara su altar. El espectro alzó su mano traslúcida y entonó unos vocablos con voz sepulcral. Una gran bola de fuego surgió de sus dedos, y a una velocidad de vértigo atravesó el lago para impactarse en el centro de la torre.
Una risa pavorosa se alzó entonces en el aire, y un relámpago cayó sobre el guardián. El arquero, que había caído al suelo por la fuerza mágica que había emanado la bola de fuego, se incorporó esperando ver al protector del altar de pie, pero lo único que encontró fue un extraño medallón en el sitio donde unos segundos antes estaba el ente. Aterrado, tomó el objeto con sus manos y dirigió la mirada a lo que unos minutos antes era una isla pacífica.
Allí el día era noche y ni siquiera la penetrante visión del semielfo pudo atravesar semejante oscuridad. El lago hervía, emanando nubes de vapor sobre su superficie. Una niebla negra se expandía desde el centro de la isla hacia el bosque de arvanna circundante. El arquero semielfo no atinó a reaccionar, mucho menos a defenderse o a huir. La negrura lo envolvió y lo último que distinguió en vida fueron dos ojos rojos a lo alto, pertenecientes a un ser inmenso e ignoto. Un grito de agonía se alzó en el Bosque de Arvanna, siendo acallado bruscamente.
La noche había llegado sobre Syrtis.
El Raptor de Almas había regresado.